19/10/11

Capítulo 1.2.

-La soledad es genial, ¿verdad, Leeloo?-el oso azul de peluche pareció decir que sí con la cabeza.
Emma estaba disfrutando de aquella mañana de sábado. Gillian la había despertado antes de irse para que desayunaran juntas, y cuando Emma se dio cuenta de que no volvería a dormirse, se puso a ver una película. Ahora se disponía a dar cuenta de la tarta de chocolate mientras chateaba con desconocidos en Omegle.
Tras unos cuantos pervertidos a los que rechazó de pleno, por fin pareció encontrar a alguien en pleno uso de sus facultades mentales. Saludó educadamente y el otro contestó de forma similar y agregó un mensaje algo extraño: “Por favor, ¿te importaría decirme tu nombre, edad, localización, sexo, preferencia de sistema político y económico y tu religión?”. Emma dudó. “¿Para qué quieres saber todo eso?”.
“Si no quieres contestar no gastes mi tiempo” fue la seca respuesta.
Emma vaciló unos segundos y decidió seguirle la corriente. “Me llamo Emma, tengo dieciséis años, vivo en el Reino Unido, soy mujer, soy de izquierdas y prefiero un sistema económico mixto, y lo de mi religión... soy más bien tirando a agnóstica”. “Estupendo, Emma, yo soy Adam, ¿puedes agregarme al MSN?”. “No te conozco”. “Quiero que me agregues precisamente con esa finalidad”.
Emma se lo pensó. Llegó a la conclusión de que no tenía nada que perder.
“Venga, vale”. “Mi MSN es adam-loves-stendhal@hotmail.com”.
Adam era bastante simpático, pero un poco aburrido, y la conversación avanzaba a trompicones. Sólo sabía de él su nombre, que rondaba los cuarenta años, y que estaba felizmente casado. Tenía un conocimiento impresionante sobre historia, pero no cesaba de preguntarle cosas como en qué medio de transporte solía moverse más, o qué tipo de ropa llevaban sus amigos.
Tras un par de horas, Emma pensó en inventarse alguna excusa para desconectarse, pero Adam se le adelantó.
“Tengo que irme ya”, dijo de repente. “¿Cuánto tiempo más vas a estar conectada?”, le preguntó. Emma miró el reloj. “Unas seis o siete horas”.
“Yo me voy, pero puedo dejarte con mi amigo, que se aproxima más a tu edad que yo”. “De acuerdo”.
Hubo una pausa, pero el siguiente mensaje no tardó en llegar. “Hola, Emma. Me llamo Edwin y tengo veintiséis años. Tú tienes dieciséis, ¿verdad?”.
Tan sólo unos minutos después, Emma estaba fascinada. Chatear con Edwin le resultaba extrañamente relajante: la conversación fluía sin pausa y cambiaban de tema sin ni siquiera notarlo. Emma se dio cuenta de que estaba contándole cosas que no le contaría a un desconocido, y pensó, sorprendida, que no le importaba para nada.
Edwin tenía los mismos gustos que ella, a pesar de que era como si aún le faltaran muchas cosas por descubrir: adoraba el rock tirando a metal, pero no conocía algunas de las bandas más importantes; estaba al día de los sucesos políticos pero no tenía capacidad de evaluarlos, como si no hubiera prestado atención en clase; cosas de es estilo. A Emma todo esto le olía a gato encerrado, pero...

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